El último día del año debería ser vivido de forma especial. Y no solo me refiero a los festejos bulliciosos de pre y post campanadas con los que me voy sintiendo cada vez menos identificado. Cosas de la edad que diría uno.
Una mirada introspectiva y reflexiva, aunque fuera de unos breves minutos debería servirnos y bastarnos para observar y definir lo que hemos atado y desatado en el año que se cierra en todos los aspectos de la vida, desde lo más banal a lo más profundo y personal.
Deberíamos incluso sobrepasar el veredicto emocional y subjetivo que hacemos todos los días de Nochevieja, cual juez implacable, que acaba con los ricos pormenores del año que finaliza y nos impide ver lo bueno y lo logrado, o simplemente nos empuja a renunciar a sacar provecho de las lecciones vitales que nos dejan aquellas circunstancias que nos han provocado dolor y sufrimiento.
Vivir en estado de gratitud permanente con la vida, aunque las vicisitudes personales hayan sido duras o muy duras, o despedir el año con lágrimas en los ojos pero con la firme convicción de que han sido oportunidades para crecer y fortalecernos, son formas positivas de asomarnos con determinación y valentía a los retos del año que se abren delante de nuestros ojos.
Una visión agradecida del año vivido que finaliza nos permita poner en perspectiva nuestras frustraciones, nuestro dolor y nuestras debilidades, nos llena de humildad y de gozo por lo que realmente es importante y nos ayuda a despojarnos del pesado sallo que hemos portado durante largo tiempo.
Una sonrisa reflexiva es una forma de gratitud reparadora y una manera de encarar con buen animo y esperanza el nuevo año y de despedir con dignidad el que nos acaba de abandonar.
Sonriamos pues como el que se siente agradecido por lo ya vivido y por la oportunidad de mejora que nos ofrece el año nuevo