No recuerdo bien cuando nos
conocimos por primera vez, ni quién fue quién nos presentó. Probablemente
tuviera quince o dieciséis años. Al principio no hicimos buenas migas, pero ya
entrada en mayoría de edad, entre guasas y tonterías adquirimos confianza el
uno con el otro y sin darnos cuentas nos hicimos uña y carne. Todo el mundo nos
miraba y en cierta medida nos tenían envidia, pues juntos ligábamos el doble, y
casi no necesitábamos a nadie. Después llegó la Universidad y aunque pensabas
que podía romperse nuestra relación, está se afianzó aún más pues ¿quién era capaz
de prescindir de ti en los momentos más estresantes, en el que nadie mejor que
tú era capaz de comprender mis angustias y mis soledades?
Después terminó mi carrera. Me
cambié de ciudad, hacía mis primeros pinitos profesionales, y aunque sé que
estabas celoso por si te dejaba, yo no hacía más que llamarte desconsoladamente
y tú siempre aparecías como por arte de magia. Nunca me abandonaste a mi
suerte. Con el tiempo y los años, nuestra relación maduró, ya no hubo charlas
ni pensamientos placenteros, sino dependencias absurdas de una amistad que se
forjó de cuando éramos unos niños. Te pusiste realmente nervioso cuando
encontré mi amor verdadero, mi pareja, con la que construí una familia y
pensaste otra vez que ya no volveríamos a vernos. Sin embargo mi dependencia
hacia ti era mayor de lo que pensaba, pese a que ya nuestra relación atravesaba
una etapa más aburrida, menos desafiante y más materialista.
Cuando me sentí hastiada de ti,
quise dejarte, pero fue cuando por primera vez me amenazaste. Me dijiste que
sin ti no era capaz de vivir, ni ser feliz, ni ser la misma persona. No parabas
de decirme que sufriría y que no encontraría nada mejor que tu compañía. Supe
entonces que nuestra relación de supuesta amistad se había convertido en una
convivencia amenazante basada en el vasallaje y en el chantaje emocional. Fue
en ese preciso momento cuando pude ver el verdadero rostro amargo de tu cara, que en
antaño me parecía amistosa y en mi interior comprobé que tú me convertiste en
una persona débil e insegura, pues no me atrevía a abandonarte por miedo y
desesperación.
Pasaron años, y salvos momentos
puntuales de confort y placer, solo me diste disgustos, esclavitud, inseguridad
y hastío y generaste mal ambiente en nuestra casa y en nuestra familia. Pasaron
más años y por aquel entonces ya tenía hijos mayores que siempre criticaban
nuestra relación que siempre sobrepasaba el absurdo. Ellos me dieron la voz de
alarma cuando notaban en mi cuerpo signos tangibles de cansancio y debilidad.
Un día mi hijo se alarmó cuando me vio tendida en la cama, sin signos aparentes
de vitalidad, con los ojos abiertos, la cara abotargada y las manos azuladas y
pensé por segundos que la vida abandonaba mi cuerpo. Me llevaron al hospital y
me diagnosticaron una severa enfermedad pulmonar, que precisaría para el resto
de mis días de oxigenoterapia en el domicilio.
Fue entonces, cuando rendí
cuentas a la vida por dejar que tu compañía se adueñara de mi voluntad y
dominara por siempre el fin último de mis actos. El peaje que pagué por tu
compañía fue muy caro y a cambio de burdas mentiras.
Por eso y desde ahora te digo, Don Tabaco, que abandones mi vida, pues mal me has hecho y me dejé engañar y
embaucar por ti. Nunca más sufriré por tus amenazas fraguadas en el miedo y en
la oferta de un placer adictivo e inoperante, pues ya te llevaste mi salud y mi
dinero. ¿Qué más quieres de mi villano?
¡Sal de mi vida ya!