Los vemos ya casi a diario en los
telediarios y parece ser que nuestra retina se ha acostumbrado a su presencia. Son personas que
saben lo que les espera en su lugar de origen: miseria, opresión y muerte. Por
ello deciden emigrar buscando el maná que les dejara el supuesto oasis del edén del
primer mundo. Para ello cruzan desiertos, fronteras y hasta medio continente a
pie. Sufren abusos, robos y violaciones entre fronteras, pasan sed, hambre, se
quedan desnudos y no tienen el aliento salvo del que les acompaña en el viaje, y
no siempre. Se juegan la piel y todos los ahorros de una vida para un futuro
incierto, que en muchos de los casos, se convierte en sus tumbas. Podría tratarse
de la escena de una maltrecha embarcación atiborrada de cientos de subsaharianos,
magrebíes o libios, perdida frente a las costas de Lampedusa, Grecia o de
personas que se la juegan al cruzar el Eurotúnel o al saltar la valla en
Melilla.
Pero ya casi nadie repara en sus miradas desalmadas ancladas en el infinito, repletos de tristeza y dolor, y llenos de la desesperación suficiente como para desafiar el destino fatal e inexorable en sus países de origen. Ya son pocos los que hurgan en el pasado de estos seres humanos que han visto y vivido el horror en primera persona.
Para los medios de comunicación se convierten en un número más, en una estadística más que cubrir,
y para los Gobiernos y sus líderes, en un problema de invasión de fronteras y vallas o de falta de medios humanos para hacer frente a esta avalancha humana que huye del miedo y el horror desencarnado. Para los que vivimos en nuestra cúpula de cristal, cómodos y apoltronados con el mando a distancia en la mano, una noticia desagradable que dura y molesta a la conciencia lo que tardamos en zapear o en pulsar el botón de apagado.
Campo de golf en Melilla. Veintidós de octubre de 2014.
A veces me pregunto cuándo se
hizo indiferente nuestro corazón frente a este drama humano. Si nos fijáramos
un poco en sus ojos, en sus miradas y nos percatáramos por un minuto del auténtico
drama humano que asola nuestras orillas, quizá nos demos cuenta que algo no
encaja en nuestro mundo globalizado. Algo falla. Al menos nuestras conciencias
no estarán tan impasibles cuando cambiemos el canal de televisión. Al menos la
mía.
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