Uno de los motivos de preocupación que considero de mayor relevancia en el momento actual de la sociedad española es la degradación progresiva de nuestras instituciones. Se está produciendo un quebranto deliberado de las normas y reglas del Estado de Derecho, impulsado por un intento no solo de alcanzar el poder, sino de mantenerlo a toda costa.
España vive uno de los grandes desafíos de su historia más reciente, y sin duda
el más importante desde la instauración de la democracia. Hemos llegado a ver
cosas que ni el más iluso ni el más arriesgado prestidigitador habría
imaginado. Una España rota en dos mitades, una corrupción política sistémica
que alcanza niveles nunca vistos, intereses particulares instalados en el
corazón del poder, colonización de interés espurio de las principales instituciones (Banco España, Tribunal Constitucional, RTVE, Fiscalía General y un largo etc.) y un daño enorme al poder judicial, que en muchos casos ya
no puede ejercer un adecuado contrapeso frente a un gobierno desbocado, sin
límites y sin responsabilidad, que está derogando el Estado de Derecho lentamente.
Como a cualquier ciudadano, me causa estupor preguntarme: ¿cómo hemos llegado
hasta aquí?, ¿qué ha ocurrido?, ¿cómo se ha producido esta deriva? La
respuesta, para mí, es clara: Pedro Sánchez.
Cuando una persona con rasgos psicopáticos —frialdad, cálculo, asertividad
extrema enfocada en la consecución del poder, ambición sin límites y una
reiterada ausencia de escrúpulos o empatía— alcanza un poder absoluto, las
consecuencias son devastadoras para un Estado democrático. Eso es lo que
estamos viviendo.
En este contexto, la ética política ha desaparecido. La moral ha sido
reemplazada por un régimen de absolutismo, con instituciones degradadas,
dirigidas por marionetas, y un aparato de propaganda narrativa plegado por
completo al servicio del presidente. Tras años de abusos, mentiras y el intento
constante de vaciar de contenido el Estado de Derecho, hemos llegado a un
estado de descomposición nacional que ya no necesita explicación: habla por sí
mismo.
No se trata de decir que los de izquierda son malos o que los de derecha son
buenos, o viceversa. Se trata de reclamar y reconstruir un país en el que aún
haya espacio para la política ética, para la democracia con contenido real.
Afortunadamente, aún quedan —aunque pocos— voces disidentes con sentido de
Estado que claman por una salida a este laberinto enmarañado.
España se juega mucho. Y los ciudadanos debemos despertar de esta mal llamada
democracia, donde ya casi no quedan resortes para frenar el cesarismo de Pedro
Sánchez. Es extremadamente peligroso dejar el poder en manos de alguien con
estos rasgos de personalidad, que maltrata y degrada a un ciudadano cada vez
más empobrecido y desarmado ante una democracia vaciada, cada vez más cercana a
la autocracia.
Desde el punto de vista del análisis de personalidad, resulta indudable que
este personaje, tarde o temprano, provocará ríos de tinta entre psiquiatras,
psicólogos, novelistas y filósofos. Pero el precio que estaremos pagando será
una venta por parcelas de un país roto, hecho añicos, del que será muy difícil
salir ilesos.
Saldremos de esta, como siempre, pero el precio de la reconstrucción será muy alto.
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